jueves, 2 de diciembre de 2010

El Bosque en octubre

   Necesitaba el bosque. Necesitábamos el bosque. Dejamos nuestras cosas en la cabaña, el paisaje prometía reconfortarnos después de una carretera con escenario de puestos de  tantas formas y colores del pvc, de productos no fabricados en mi país y de vez en cuando aparcaderos de autos chatarra. El pavimento devoraba el paisaje, hasta que llegamos a la reserva.
   Hicimos un poco de yoga en la terraza de la cabaña, y  en seguida caminamos por el sendero de la izquierda. Basura, pet, bolsas metalizadas, platos de unicel, latas de refrescos, sobre la hierba, sobre las piedras que trataban de protegerse con su musgo. El camino era áspero, daba la sensación de que el lugar se quejaba, pero parecía más amable a manera de que ibamos subiendo la montaña. Era un bosque herido, enojado, dañado como las dos personas que avanzamos a la cima. Entre las hiervas se sentía y escuchaba el sonido de un animal que se desplazaba sigilozo. Tomamos fotos. Luego gritamos. Grité, aunque la voz que quería salir con fuerza era mucho más grande que mi posibilidad vocal, pero aún así el cuerpo vibraba. Gritamos para sacar lo que nos incomodaba. Sentí mi resistencia a respirar nuevo aire y cuando me lo permitía, me aliviaba, me llenaba de vida. Descendimos. Comimos en el hotel y al terminar caminamos hacia el sendero de la derecha. Detrás de los árboles se veía hacia abajo una planicie árida y al fondo otras hileras de árboles, "La entrada al bosque".   Caminamos en la planicie, de vez en cuando uno sacaba una frase, un comentario, pero íbamos como sobre un purgatorio, dos hombres caminando casi eternamente, solos, sin poder llegar al paraíso. Hasta que nos topamos con los árboles, apenas se podía subir, había una fuerza que impedía penetrar. Había magia. Un bosque encantado. Sentimos la vida ahí adentro, las vibraciones, plantas de colores hermosos, rojos, verdes, murmullos de las señoras rocas, de los señores árboles, de las flores, las hierbas.  Se presentaban, pero aún no abrían sus puertas, echamos nuestra vista atrás y miramos el paisaje árido, no regresaríamos. Pedimos permiso y poco a poco se iba abriendo un sendero.  Saludaba a las señoras rocas y a los señores árboles que me encontraba en el camino. Cuando nos llenábamos de cosas mundanas, de nuestros problemas de la ciudad, de nuestro egoísmo y dolor, una rama, un árbol, una piedra difícil de escalar nos cerraba el paso. Teníamos que volver a pedir permiso, relajarnos, presentarnos tal cual éramos y el sendero seguía abriéndose.  Ascendimos y descendimos ligeramente a un terreno más plano, con un campo que a cada paso estaba cubierto de más flores, de lavandas olorosas y otras plantas de olores deliciosos pero de las cuales desconozco el nombre.  No queríamos lastimarlas con nuestras pisadas, y aunque no había manera de seguir, parecía que regresar era más difícil. Ya no había camino. Me comencé a angustiar, sentía que las mataba con mis pasos. Traté de relajarme, un pequeño camino se abrió. Al llegar... a la izquierda un campo de maíz, pero al fondo un hermoso paraíso. Un árbol que había caído hacia tiempo parecía nuestra banca, nuestra hamaca. No sentí que el árbol estuviera muerto, aún había vida en él, aunque sus raíces no se nutrían de la tierra, él sabía que era muy importante que estuviera así, era un anciano que partía y sostenía al que llegaba.  Nos sentamos, éramos bienvenidos a ese bosque, tan diferente al primero que visitamos.  Silenciosos, atónitos mi compañero y yo. De vez en cuando salían exclamaciones de admiración. Los árboles hablaron, el viento también. Sus vibraciones nos envolvían. Y cuando nuestra mente nos quería llevar a los recuerdos dolorosos, el viento convocaba a los árboles y en una oleada nos limpiaban. Eso sucedió cada vez, en que por lo menos yo me llenaba de ego, de dolor, de enojo, cuando nuestros corazones lloraban. Ellos me sanaban. Me hacían vibrar. A mi acompañante le habían avisado que los árboles lo aconsejaría y así fue, el que era un escéptico, se llenó de paz y el mensaje le llegó claro. Regresamos antes de que oscureciera por otro camino mucho más sencillo. 
   En la noche prendimos la chimenea. Y dos energías pesadas llegaron a la luz. Incienso, agua de rosas, y el lugar se limpió. 
   Al otro día desayunamos y anduvimos por el camino que encontramos de regreso, accedimos al paraíso más rápido. Caminé y saludé a 4 árboles que había visto el día anterior, los abracé y me abrazaron. Mi acompañante eligió primero un lugar en el inicio de lo que parecía otro bosque. Y en el lugar seleccionado había dos lugares naturales para él y para mí. Hicimos yoga, meditamos. Descansamos cada quien por su cuenta.  Luego yo seleccioné quedarnos entre mis nuevos amigos, esos 4 árboles sabios, enormes, de troncos anchos. Su energía no se sentía tan vieja, pero tampoco joven, eran La Sabiduría. Seguimos con la meditación. Luego mi acompañante decidió alejarse. Ese era mi lugar y no el de él, lo sentía. Caminó se recargó en uno de los árboles en los que había estado un día antes. Abracé a mis árboles y me sentí protegida. 
    El viento y los árboles volvían a hablarnos, nos limpiaban cada vez que lo requeríamos. 
   A diferencia de mi querido compañero de viaje, yo no recibía 'un mensaje' como él, yo había llegado para limpiarme, para reconocer lo que sabía, para platicar con ellos, para sentir sus vibraciones, para sanarme y prepararme para lo que sigue, para 'los mensajes que vendrán'.
    Avanzamos al bosque continuo, había un sendero, otro tipo de árboles, parecía que había 4 tipos de bosques diferentes en el lugar o 4 maneras de mostrarse el mismo bosque en lo que conocimos. Saludaba y pedía permiso. En la cima había una cabaña de piedra, pequeña llena de troncos de madera bien cortados, un árbol de nisperos que me recordó mis años de primaria y secundaria, porque todos los recreos me sentaba bajo un níspero y a la memoria llegó  la amiga con la que me sentaba. También había pequeños sembradíos. Con cuidado, más temiendo al hombre que al bosque, observamos. Descendimos por otro camino.  
   Al regresar a la planicie, vimos a lo lejos un anciano de semblante dulce que descansaba de su tarea de cargar  bastantes kilos de varas, le ofrecí agua, pero agregar algo a su carga no era un alivio. Le pregunté a mi acompañante si ayudábamos al señor, quien se había quejado del dolor de una pierna y que en el hospital no lo sanaban, pero mi compañero pensó en una ayuda monetaria y yo en ayudarle con su carga. Sin embargo una voz me dijo "cada quien con su carga". El señor agradeció el billete, pero yo me seguía diciendo que a veces es maravilloso que un ángel, una persona o un 'algo' nos ayude con nuestras cargas. Regresamos, prendimos la chimenea, cenamos, al otro día practicamos yoga y regresamos a la ciudad.